jueves, 11 de abril de 2013

Procesos de adaptación

Me solía pasar que había algo dando vueltas en mi cabeza y, sin quererlo, automáticamente ese algo se auto-redactaba para ser el comienzo de un post. Mejor o peor, pero un post al fin y al cabo. Últimamente eso ya no me pasa. No sé si será porque al estar 2.600 metros más cerca de las estrellas, me llega menos oxígeno a la cabeza y mis pensamientos no rinden tanto. O rinden, pero no tanto como para auto-redactarse ellos solitos y dar comienzo a un post. Por esta razón, hoy me siendo frente al ordenador sin tener un comienzo claro, aunque creo que con esto ya hemos comenzado.

Aparte de esto, hay algo más que ronda mi cabeza y que espero (en algún momento) de sentido a este post. Ese algo es lo que da título a esta nueva entrada: Procesos de adaptación. Algunos de vosotros ya sabéis (y los que no, pues... qué poco me leéis!) que hace unos 6 meses hice un par de (gigantes) maletas y crucé el charco para aterrizar en Bogotá. Mi querida Bogotá. Bogotá es... Es genuina, gris a la par que soleada, caótica, aventurera, alegre y con un gran espíritu de supervivencia. Es una ciudad de contrastes que ha conseguido atraparme en muchos sentidos, pero esto ya debería formar parte de otra aventura bloggeril que espero comenzar uno de estos días.

Este viaje, como cualquier otro, ha supuesto a día de hoy muchas experiencias de vida y más de un proceso de adaptación. Interesantes, por cierto, los procesos de adaptación... Jugamos con la ventaja de que, por alguna absurda e inexplicable razón, los seres humanos estamos (literalmente) diseñados para adaptarnos a todas las situaciones que se nos presenten: buenas, malas, regulares, medio buenas, medio malas, medio regulares... Esto es algo muy positivo que sólo descubrimos cuando lo único que nos queda es, precisamente, adaptarnos. Adaptarnos para sobrevivir. Sobrevivir.

Pocos lugares he conocido con el instinto de supervivencia de Colombia. Aquí comienza a llover y, como por arte de magia, se llenan las calles de vendedores de paraguas que hasta ese momento vendían cualquier cosa, menos un paraguas. Aquí en cada esquina venden minutos. Sí, minutos. Con unos teléfonos a través de los cuales puedes llamar y pagar los minutos que hayas hablado. En cada manzana (o cuadra) hay un puesto de fruta, dulces, cigarrillos o aguacates. Aguacates gigantes y deliciosos. Sí, así se sobrevive aquí. Y sí, así me he adaptado yo a la supervivencia diaria de este país. Comprando paraguas a vendedores ambulantes que se aparecen por arte de magia, pagando minutos cuando no tengo minutos propios, comiendo aguacates gigantes, desayunando vasos de mil pesos (o de dos mil cuando el hambre aprieta) de mango y papaya de un puesto ambulante cada mañana de cada día.

Y, entre que me adapto y que no, me solía pasar que otro algo daba vueltas en mi cabeza y, sin quererlo, automáticamente ese algo se auto-redactaba para ser el final de un post. Mejor o peor, pero un post al fin y al cabo. Últimamente eso ya no me pasa. No sé si será porque al estar 2.600 metros más cerca de las estrellas, me llega menos oxígeno a la cabeza y mis pensamientos no rinden tanto. O rinden, pero no tanto como para auto-redactarse ellos solitos y dar final a un post. Por esta razón, hoy llego hasta aquí sin tener un final claro, aunque creo que con esto ya hemos terminado.