lunes, 8 de junio de 2015

Mi incondicional

Todos deberíamos tener uno. Yo lo tengo. Nunca lo busqué, nunca decidí si lo quería o no. Seguramente porque nunca dependió de mí. Seguramente porque nunca depende de ti.

Pero lo tengo. Y, aunque a veces no lo valore y otras tantas no lo reconozca, la realidad es que me gusta tenerlo.

No hace mucho tiempo alguien, a quién solía ver con frecuencia, me dijo que a todos nos gusta gustar. Y yo no estuve muy de acuerdo. O, a lo mejor, sí. Pero supongo que siempre fue más divertido divergir; llevarle la contraria para poder debatir. Aunque la realidad es que a mí no me gusta gustar a quien no me gusta. No por nada. Sino porque no le encuentro el fin. Pero me he dado cuenta de que me gusta tenerlo. No sé. A lo mejor no siempre es necesario que exista un fin.

Hay gente que habla de personas amarillas, lo cual me encanta porque el amarillo se está convirtiendo en mi color, pero ese ya es otro post. Pero yo prefiero hablar de otra cosa. Siempre he pensado que la incondicionalidad está infravalorada. Yo he sido incondicional. No siempre. No con cualquiera. Pero serlo, siempre me ha traído cosas maravillosas. Cosas amarillas. Esta vez no me importa ponerle un color. Y, de la misma forma, hay quién conmigo siempre ha sido incondicional. No muchos. Pero sí siempre. Supongo que llega un momento en la vida en el que empiezas a valorar calidad sobre cantidad. Y debe ser que me encuentro en ese momento. Porque hoy no necesito más.

Pero, ojo, que la incondicionalidad no está infravalorada porque sí. No es gratuito. Ser incondicional es de todo, menos fácil. Porque no es fácil, y menos en los tiempos que corren, estar siempre ahí. Que alguien apueste por ti. Que no importen los años, los que pasan ni los que faltan por pasar. Que no importe lo que hagas, ni lo que digas, mucho menos lo que dejes de hacer o de decir. Que no importen las decisiones que tomes. Que un día te acerques y otros tantos prefieras alejarte. Que no importe que cambies, porque inevitablemente, vas a cambiar. Que no importe que decidas moverte o que decidas volver o que desaparezcas para reaparecer. Que no importe que, a veces, no te importe.

Porque volverá el día en el que te vuelva a importar.

Y llegará el día en el que entiendas que era cierto aquello de que nada ni nadie lo iba a poder cambiar. No todo lo que os acabo de contar. Sino algo, tan sencillo y tan complicado a la vez, como que a alguien le guste cómo eres. Que le guste cómo eres así, sin más.

En mi caso, si ese alguien fuera un número definitivamente sería un 7. Si fuera una comida dudaría porque me siento totalmente incapaz de elegir, pero seguramente estaría entre el arroz al horno y las pechugas villaroy. O entre los pimientos rellenos y la cruceta o la macilla de mi restaurante favorito del mundo mundial. O no sé, ya os he dicho que me siento incapaz de elegir. Y si fuera un color estoy segura de que siempre ha sido el verde, aunque en los últimos tiempos puede que esté siendo un verde clarito que, algún día, corre el riesgo de convertirse en amarillo.

Como os decía, esto es algo que seguramente no depende de ti. Mucho menos depende de mí. No es algo que se pueda buscar. Mucho menos se puede pedir. Pero creo firmemente que es algo que todos deberíamos tener. Llámalo persona amarilla. Llámalo equis. Llámalo como lo quieras llamar. Para mí siempre será un incondicional.

Para mí, siempre serás mi incondicional.


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